Por una enorme afición y una casi total ausencia de voluntad.
Yo empecé como miembro de una cuadrilla de chiquillos de mi barrio, edad y condición, a apartar los toros que a seis kilómetros de Sevilla encerraban por la tarde para llevarlos al día siguiente al Matadero, lo que me empujaba a ello era el deseo de torear; pero sin pensar nunca que lo que hacía podría ser el primer paso para llegar un día a la plaza.
El público no existía para mí ; por eso, cuando me enfrentaba con un " bicho ", después de haberlo cansado, en combinación con mis camaradas de aventura, por medio de una barrera humana de muchachos escalonados, que corríamos en nuestro turno delante del toro, cosa que causó siempre admiración y duda a quien lo supo, nunca pensaba más que en el recreo que para mí representaba aquel pasarme el toro por delante una y otra vez, embebido en los vuelos de mi capotillo.
Yo buscaba el arte por el arte, sin ocurrírseme siquiera que aquello podía ser el escalón para vestir el traje de luces.
En mi anarquía no soñaba más que con la aventura.
Pero ésto, si ahondamos, puede tener una raíz originaria en el complejo de inferioridad que siempre padecí.
Por eso la inquietud era la que lanzaba hacía el cerrado, cada día más difícil de alcanzar.
Los guardas estaban sobre aviso y por las tardes no podíamos acercarnos.
A la luz de la luna tuvimos que realizar nuestras excursiones, y más tarde recurrimos al carburo para poder llevar a cabo, en noche cerrada, nuestras ansias de torear.
Muy difícil se puso aquello y, por lo tanto, muy grande tenía que ser nuestra afición. Lo de menos era el peligro de la cornada.
Había antes mucho que pasar; seis kilómetros andando eran ya bastante para nuestra pobre constitución, falta de una alimentación completa; pero aún había que robar la barca para atravesar el río, o de lo contrario, se tenía que hacer a nado, aunque la temperatura no fuese precisamente la más adecuada para tomar un baño, y como punto final quedaba la desagradable sorpresa del guarda, o guardas. ¡ Mucha afición hacía falta !
En cuanto al segundo motivo, mi falta de voluntad ha sido la mayor culpable de que yo pasase de toreador a torero. Una vez conocidas nuestras aventuras, cuando la gente empezó a hablar en Sevilla de " aquello ", me empecé a ver zarandeado: los demás hacían cábalas por mí, me hablaban de presentarme a Fulano y a Mengano, de torear en seguida ante el público. Y poco a poco me fueron empujando del campo al ruedo, a pesar de no hacer nada yo por conseguirlo. Me salió una persona que me brindo su protección, entonces esto sucedía mucho, y en Sevilla, todo aquel que tenía relaciones o podía, buscaba el aficionado a quien proteger, y me dijo que fuera a visitarle. ¡ Dos meses estuve llegando a su puerta, sin entrar !
Cuando me encontraba ante ella me asaltaba la duda, mi complejo de inferioridad hacía su aparición y no me atrevía a llamar siquiera. Un día me ví vestido de luces.
Era una novillada sin caballos, y el éxito me sonrió.
Toreé bien, maté bien y entré en mi casa a hombros de los aficionados. Después pasó un año sin que volviera a torear en plaza alguna, hasta mi repetición en otra novillada igual, en la que un toro manso, de media casta, me trajo por la " calle de la amargura ".
Aquello no era una corrida más que en el sentido que pueda tener la palabra, en cuanto se refiere a correr.
Yo iba detrás del toro, que no quería saber nada de mí ; le daba un pase y se me marchaba otra vez, y así hasta que tocaron a matar.
Era un " bicho " de cabeza enorme, y yo, cada vez que entraba, que podía entrar, me tiraba encima de los cuernos, y él a su vez me lanzaba al aire.
Ya en el suelo, descansaba un poco, reponía fuerzas, y otra vez a tirarme sobre los cuernos. ¿Cuántas veces hice esta operación? ¡Qué sé yo! Pero como referencia diré que me tocaron los tres avisos y que me echaron el toro al corral porque llegué hasta pegarme con él.
Guardo una fotografía que unos aficionados amigos míos me enviaron, en la que estoy hincado de rodillas, delante del marrajo, que, aculado sobre el burladero, trataba de defenderse, dándole un puñetazo en la cabeza, mientras dos banderilleros de cogían de los hombros, retirándome de allí.
Esto no me desanimó, pues juzgadas friamente las condiciones del animal, el haber conseguido matarlo, aún con los tres avisos, podía considerarse como un triunfo.
Además, yo tenía una persona que creía en mí.
Esto casí ya bastaba para empujarme, para levantar mi espíritu ; pero entonces me dí cuenta de que además, ya dentro de mí, sentía otras causas, que unidas a las principales, ya citadas al principio de estas líneas, servían de estímulo para mantener firme la voluntad de vencer.
Y eran : el hambre y la mujer. Lo demás ya no importaba.
Vino todo rodado, y, poco a poco, hasta el éxito que tuve que mantener a fuerza de este conglomerado de estimulantes que me empujaban siempre : en el desmayo, en la mala tarde y en el accidente.
Por tanto a modo de resumen podemos decir que Juan Belmonte, como todo gran artista, era indolente y un tanto perezoso.
Nos alegra mucho el conocer que hay por el mundo muchos hombres perezosos que han realizado grandes hazañas y al alcanzado notoriedad, gloria y fortuna.
Juan Belmonte era uno de estos hombres.
Si Juan Belmonte hubiera querido escribir un libro único, lo hubiera podido hacer.
Porque Juan Belmonte, que casí nunca mandaba cartas, era un gran escritor.
Véase su prólogo al libro de don Natalio Rivas, La Escuela de Tauromaquia de Sevilla. Es breve, apenas cinco páginas; pero allí se dicen muchas cosas y muy bien dichas.
Leyéndola, no podemos equivocarnos al asegurar que si Juan Belmonte hubiera conseguido salvar su pereza, allá en su cortijo de Gómez Cardeña, buen retiro para llenar cuartillas, un libro único que nadie más que él podía escribir, un libro de toros, escrito por un torero genial, Ahí es nada. ( Continuará... )
Mariano, sin palabras solamente ¡GENIAL Y UNICO!
ResponderEliminarJuan :
ResponderEliminarPerdón por el retraso pero coincido plenamente en tu comentario ¡ GENIAL Y UNICO ! Cordiales saludos.