En 1936, el Alzamiento militar, al interrumpir la normalidad española, hizo que la fiesta fuera olvidada por algunos meses.
Sin embargo la paz reinante en la zona nacional permitió la organización de festejos y de corridas a partir de la primavera de 1937.
Juan aunque ya tenía el propósito de no vestir más el traje de luces solicitaron su concurso.
Y como rejoneador intervino durante los tres años de la guerra en numerosas corridas y festivales benéficos.
Después a partir de 1939, siguió frecuentando los ruedos cuantas veces pudo. Entre otras razones porque nunca faltaban pretextos. Cuantas veces ayudó a Rafael el Gallo, en festivales.
Decia Rafael : "yo no tenía más que decirle, el domingo en tal sitio. Y allá iba Juan con sus caballos".
Y como motivos no faltaban Juan acudía donde solicitaban su presencia.
Juan decía que nunca se retiraría definitivamente de los toros. En su Finca "Gómez Cardeña" el ganado le ofrecía ocasión de entrenarse en cualquier momento que el cuerpo le pedía torear. Cuando no pueda con un novillote me conformaré con darle capotazos a un eral. Y cuando ya no pueda tampoco con un eral, correré detrás de los añojos para obligarles que embistan.
La breve semblanza biográfica de Juan Belmonte, breve porque no se trataba sino de abocetar la figura del gran torero que, por otra parte, ha dado ocasión a abundante bibliografía, decia Don Indalecio, toca a su fín.
Juan tenía su teoría particular de la fiesta : En primer lugar, para Juan el toreo es dominar al toro.
¿ Para qué ? Para jugar graciosamente con sus ciegos instintos y ofrecer a los públicos un espéctaculo de emoción y belleza. ¿ Cómo ha de conseguirse este dominio del toro. ? Por el castigo.
Hasta la media verónica tiene en Juan características de castigo.
Juan creía que cada vez se toreaba mejor. La técnica del toreo es cada vez más perfecta, y los toros son tan bravos y tan peligrosos como hace medio siglo. Lo que pasa es que el público quiere otra cosa.
Hoy se reiría decía Juan Belmonte de ver dar mantazos a Guerrita. Porque antes el toreo de capa no existia.
Sobre el aprendizaje del toreo tenía también Belmonte ideas propias.
No creía Juan que fuera posible aprender a torear en una escuela. Si el poeta nace, el torero que fuera capaz de llenar una época tiene que venir al mundo también con " algo dentro. " Porque no se puede formar toreros por lecciones.
Sobre todo toreros con personalidad que es lo que en arte tiene valor.
Precisamente en el prólogo del libro de Natalio Rivas Belmonte opinaba sobre la Escuela de Tauromaquia de Sevilla.
Divagando sobre el tema, Juan, que sabía cultivar la ironía, decía que la Escuela hubiera tenido la misión de ensayar nuevas formas de la fiesta, y que quizá se hubiera llegado a la creación de una Academia "donde todos los toreros viejos y retirados, vestidos de chaqué, leerían sus discursos de ingreso y dogmatizarían sobre las normas taurinas, prefiriendo siempre las anteriores".
Juan caminaba a caballo por los caminos de " Gómez Cardeña ", entre lentiscos y retamas, al cuidado de sus toros bravos.
Tenía su "peña" en el cafe de Gayango, en la calle de Tetuán, rodeado de Rafael el Gallo, de María Teresa Pikman, del Niño de la Palma y de Sánchez Mejias.
Era una tertulia taurina en la que se hablaba poco de toros. Porque Juan, fuera del ruedo o alejado del campo, siempre tenía otros temas de conversación.
Juan, no sería otra cosa en la vida que eso : todo un torero.
Y así transcurrió la vida de Juan Belmonte en su cortijo de Gómez Cardeña hasta llegar el día 8 de Abril de 1962.
Quince días antes habia hecho testamento.
Juan que desde hacía tiempo encontraba en el campo una vida pacífica y retirada, quiza un tanto desilusionado del mundo del toro, pero conservando su gran afición a derribar becerras y montar a caballo.
Era un domingo de vida normal. Estuvo en misa, era profundamente religioso, jamás se sentó en la iglesia, siempre oía la misa de pie.
Realizó el viaje de 40 kilómetros que separaban la finca de Sevilla y estuvo derribando becerras y paseando a caballo, cosas que le habían prohibido los médicos.
Incluso entró en casa cantando una copla.
Charló en la cocina con su cocinera y gobernanta, únicas personas en la casa, aparte del personal de la finca.
Ordenó le sirvieran la comida en la plaza de tientas, nunca había comido allí y por tanto les extraño su decisión.
Belmonte desde su época de novillero llevaba siempre consigo un revólver y al cambiarse de ropa lo colocaba en un bolsillo de su bata.
Una vez terminó la solitaria comida pidió un bolígrafo, un papel y un sobre.
Y escribe la carta al juez de guardia : Que no se culpe de mi muerte a nadie.
Como el médico le desaconsejaba la siesta, montó de nuevo a caballo.
Vuelve al sillón de nuevo y apoya el cañón del revólver sobre el cuello y se dispara un tiro.
La gobernanta cumpliendo las órdenes de la cocinera intenta despertarle pero cree verle tan profundamente dormido sin advertir el hilo de sangre oculto bajo su cabeza ni el revólver que descansa en su regazo.
Después de otra hora les extraña se inquietan y se lo dicen a uno de los gañanes. El mismo acude y dice don Juan está muerto.
Esto es lo fehaciente, se dijeron tantas cosas entonces, pero lo cierto es que murió a pocos días de cumplir los sesenta años, con una mirada de ojos oscuros, resignados, nostálgicos, penetrantes, como le vió Zuloaga al Belmonte eternamente vestido de luces.
Murió debajo del citado cuadro y quizás envuelto en la soledad de sus atardeceres.
Juan Belmonte tenía una vida pacífica, por tanto sin motivo aparente para tomar tal decisión
Nunca se sabrá la razón de tal resolución.
Se habló con insistencia que estaba enamorado de una joven rejoneadora colombiana Amina Assis, tenía fama de enamoradizo, pero sin nada de certeza en ello. ( Continuará... )
Así anunciaba la Revista Fiesta Española la muerte de Juan Belmonte.
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